2006-10-13

/ el gauchito









Guayquiraró. Andando de sur a norte, del lado de las barrancas, ahí, la frontera se dice Guayquiraró. Pasando el Guayquiraró el árbol guarda memoria del monte que fue. Solitarios, se mantienen echando sombra sobre la soja. Luego, el verde deja lugar al amarillo, el cereal a la gramilla alta, los arroyos a los bañados. Pasando el Guayquiraró existen los palmares. Un país gringo se corre a un lado para dar paso a otro, no menos distinto pero sí más chúcaro. A la hacienda le crecen las guampas y es como silvestre, los caballos son respetados y el calor intenso anula la razón, imagina las vaquerías, cuando cada vara del territorio era novedad. Virando hacia el este, más que entrar es como meterse. Al costado del campo hay aguadas muy grandes, nada de alambre y pocas vacas, por lo cual o llegó la extinción o bien los propietarios, de escasos, desconocen más límite para su propiedad que el horizonte. Las vacas se pierden. Media la mañana y cada cenotafio ubicado al borde de la ruta tiene su vela encendida. Hay controles policiales. Autos que vienen con trapos rojos y pasajeros destruidos amontonados en el asiento de atrás. Autos que van con trapos rojos y pasajeros babosos por llegar. Un ocho de enero murió Antonio Gil. Ciento cincuenta y cuatro años se cumplen de la muerte del hombre que sangró cabeza abajo colgado de un árbol después de augurar cura para la hija de su verdugo. Ahora las multitudes lo celebran. La ruta 123 se detiene ese día para llamarse avenida Cruz Gil. A la vera hay estacionamientos para los colectivos y automóviles que vienen de muy lejos y parrillas humeantes de los promeseros que ya cumplieron. En la fiesta el sol cae de plano y no existe la sombra. Un corredor de puestos de comidas nos lleva hacia donde parece estar el centro. Hay que pasar bordeando las tacuaras rojas y unas carpas donde venden todo tipo de souvenir. La marea humana se concentra allí como en un especie de pico de botella. Existe el museo y una pared revocada con placas de agradecimiento de mármol y de bronce que semeja un cementerio. Otra levantada con patentes de vehículos de antes del cambio de código, cuando eran negras y toscas. Así era más fácil saber la procedencia: E de Entre Ríos, S de Santa Fe, C de Capital. Las había difíciles, como la J y la U. Acodados a la luneta, de niños, veíamos avanzar los autos jugando al primero que adivinaba letra y provincia, elucubrando a donde irían los ocupantes del vehículo que se acercaba, cuantos kilómetros habrían hecho, cuantos les quedarían, quienes eran. Puede que muchas de esas patentes fueran ofrendadas al gauchito como agradecimiento de sus obras. Tras la pared de patentes el megáfono se escucha más fuerte. Pesadamente vamos hacia delante, apretujados y llevados por la multitud. Desembocamos en el patio del altar que es como el escenario de un recital. Por el otro costado camina lenta la cola de promeseros aguardando su turno para llegar a él. Apenas puede verse la figura del gauchito, cubierta como está de trapos y ofrendas. En el altar una parva de niños mantiene las velas encendidas. Las que se derraman van tejiendo una alfombra de cera bermeja y caliente para los pies descalzos. El vaho de la cera inunda la habitación, alucina los ojos, sauma los sudores unificándolos en un único y enloquecedor hedor. Un conjunto con acordeón y guitarra anima a la fila de los devotos y mantiene la llama hacia los bailarines que inclinados se escurren felices por la pista de cemento. El resto observa, habla de cumplimientos, de sanaciones y campeonatos, o sigue caminando hacia los corredores donde sobrevienen otros puestos de ventas y de juego, un par de escenarios donde desfilan chamameceros y el humo de la leña verde ardida que quema los ojos. El barullo va en aumento. En el aire los altavoces se enredan entre música, niños perdidos y los números de los bingos. Mientras, la mugre irá venciendo el territorio, las moscas alborotarán los tachos de basura, los orines inundarán el aire, el suelo se regará de huesos para el hambre de los perros que beben de charcas espumosas. Ajenos a la inclemencia del sol , los presentes más bien parecen venerar la fiebre de los cuerpos. La desinhibición les va ganando y el alcohol promete emociones nuevas para la tarde. Más allá de los escenarios las bailantas nacen y mueren espontáneamente augurando que lentamente la fiesta será abrasada por el caos. Volvemos a la ruta. Dejamos atrás la caravana de colectivos embanderados de punzó, aturdidos, añorando la frescura del río. El Paraná es una incógnita, lo defienden otros tantos que mimetizados lo ocultan. ¿Existe en verdad? El viajero creerá estar frente a sus aguas una y otra vez, pero no, se equivoca, es el Taraguí que nace en los esteros y baja luego a la izquierda del padre. Todo rojo. Desangrándose. Px, San José del Rincón. 2005-

/ la abuela




"La abuela Margarita tomando sol en la puerta de su casa"
"La abuela Margarita en primer plano"
"La abuela Margarita, poco antes de morir"

2006-10-07

/ la ruta de noche





"Paraná - Colón; mamá durmiendo, nene no"
"Córdoba - Mercedes"

"Autopista San Luis"

/ el sapo








"Sapo Ávalos, taipero"

"Sapo Ávalos, volviendo"

"Sapo Ávalos 01"

"Sapo Ávalos 02

"El Sapo y su hijo"

/ el río







"Laguna de Leyes"

"Inundación"

"Tormenta en la isla"

"Chico arrojando una piedra al Paraná"

"Tres canoas"

Instrucciones para andar en el agua.
Cuando se camina por el río no hay mayor inconveniente. El río te lleva corriente abajo o bien se puede remontar. La cosa viene en la laguna. Hay dos lagunas. La Setúbal y la San Pedro. La del Leyes cuenta poco porque mas bien no es laguna, es una continuación del Leyes. Como que el Leyes no quiso desembocar de apuro en otro río y se fue en laguna. Las lagunas son el tema. Porque a las lagunas hay que atravesarlas de costa a costa. Y engañan. Sobretodo cuando está viniendo el tiempo. Hay un momento en que todo es sereno. La laguna suele estar quieta, con algún trueno sordo, lejos. Ahí es como un espejo donde el cielo chato y cargado se refleja totalmente, un plano horizontal que atrae por lo apacible y por lo azul. Quien anduvo poco no sabe y elige ese momento para llegar a la otra costa. Piensa que es el mejor, por lo mansa. Se equivoca. Porque atravesar la laguna implica no ver la otra costa y cuando se anda por la mitad es cuando el tiempo se descompone. El problema con la laguna reside en que no tiene un cauce cierto. Entonces cuando menos se lo espera se levanta el viento y en la laguna el viento es mas libre que en la costa, como violento, con cancha para correr. Y ahí es cuando el agua mueve para todos lados. Al no haber corriente cierta la laguna te golpea de frente, de costado y en un descuido también puede venir un topetazo por atrás. Son los momentos de zozobra. Es por eso que muchas embarcaciones van a parar después a los canutillos, bastante abajo de donde se dieron vuelta de campana. Y a los ahogados los encuentra la prefectura al otro día o la semana siguiente; cuando ya pasó la tormenta y el cielo está de nuevo azul y el sol radiante, como haciéndose el bobo. Pasa que la gente carga mucha cosa en la canoa, muy pesada va y eso invita al revuelco. Por eso en el agua es mejor ir liviano, con lo justo. A uno le pasa que estas cosas las sabe, pero igual le da ganas de cruzar cuando se pone como un espejo, toda lisa, desafiante. Hay que adivinar el rumbo y andado un tranco, cuando se aparece, poner la punta hacia un alto preciso de la otra costa; un eucaliptos, alguna antena. Y darle al remo con fuerza. Como todo está quieto se agarra velocidad enseguida. Si uno va llegando al otro lado y el cielo se descompone ya no hay problema. Se puede remar costeando con las primeras gotas en la cara que la satisfacción es enorme porque se dejó atrás el centro y ya pasó lo que pudo ser peor. Si te agarra ahí, en el medio, son unos minutos, puede que se esté sonado, puede que no. Uno sabe esas cosas pero igual se manda porque son los momentos que mas llaman. Por eso hay tanto ahogado. La mayoría por la ignorancia pero más de uno por la tentación.

Px, Santa Fe, 2005.-